jueves, 9 de febrero de 2017

Isabel I de Inglaterra

En inglés hablamos sobre la reina Isabel I de Inglaterra. Este artículo tratará sobre su reinado.

Isabel I consiguió dar a Inglaterra las condiciones de paz interior y desarrollo económico que requería para ocupar un lugar privilegiado en el panorama político europeo del siglo XVII y sentó las bases para el crecimiento del poderío marítimo inglés en los siglos siguientes. La flota mercante se reforzó considerablemente y amplió el radio de sus empresas gracias a la constitución de compañías de comercio patrocinadas por la monarquía y que disfrutaban del monopolio: la Compañía de los Mercaderes Aventureros y la Compañía del Este rivalizaron con la Hansa en el Báltico; la Compañía de Moscovia desarrolló el comercio con Rusia y Persia; la Compañía de Levante compitió con españoles y vénetos en el Mediterráneo oriental. En 1600 se fundó la Compañía de las Indias Orientales, que pondría los cimientos de la potencia británica en Asia. Los ingleses comenzaron también a interesarse comercialmente por América. Marinos como Frobisher y John Davis partieron en busca del paso del Noroeste. La primera tentativa de implantación colonial fue hecha por Ralegh en la Virginia en 1584.

Isabel I de Inglaterra
El desarrollo económico del país se vio así favorecido durante su reinado. La industria lanera, principal riqueza del país, recibió un nuevo impulso al calor de las relaciones con los Países Bajos. Sin embargo, la prosperidad económica benefició únicamente a la burguesía y a los terratenientes, que aceleraron el proceso de enclosures en detrimento de los campesinos. Isabel sólo actuó contra este proceso para imponer duras medidas contra la mendicidad (poor laws) a la que se habían visto abocadas grandes masas de campesinos, excluidas del aprovechamiento agrícola comunal por el cercado de campos. Los pobres eran reunidos en “casas de trabajo”, donde eran tratados como siervos bajo amenaza de muerte.
Reconocida como una de las más brillantes monarcas de Inglaterra, su reinado conoció además la pacificación interna tras las luchas de religión de los monarcas anteriores. La reina trató de reforzar el centralismo regio y los mecanismos del absolutismo en ciernes. Aunque en su largo reinado sólo convocó en tres ocasiones el Parlamento, no se produjeron enfrentamientos graves entre ambas instancias de poder. Sólo a fines del período el Parlamento, en parte bajo la influencia de las ideas puritanas hostiles al absolutismo regio, se rebeló contra Isabel a causa de los gastos desmedidos de la Corona y de la venta de monopolios.
La reina hizo suya la estrategia de autoridad práctica de Enrique VIII, gobernando con extrema energía. Se benefició del proceso de fortalecimiento de la autoridad monárquica emprendido por los Tudor y a menudo hizo uso de la llamada “prerrogativa regia”, conjunto de derechos que permitían la arbitrariedad. Se rodeó de un reducido grupo de consejeros que formaron el Consejo Privado, como William Cecil (entre 1572 y 1598), el canciller Nicholas Bacon (1559-1579), el conde de Leicester y el secretario de Estado Francis Walsingham (1573-1590), sin llegar a permitir que sus favoritos desempeñaran un papel político preponderante.

William Cecil
Isabel fue contemplada con admiración por sus coetáneos. Su gusto por el lujo y la magnificencia hizo correr por Europa la fama de la suntuosidad de su corte. Pero ésta destacó ante todo por el esplendor que alcanzaron las artes durante el período isabelino. La literatura inglesa alcanzó su cenit en esta época. Fue la edad de oro del teatro inglés, con Marlowe, Ben Jonson y Shakespeare. La vida literaria fue igualmente adornada por poetas como Edmund Spenser y Philipp Sidney, por ensayistas como John Lyly y Francis Bacon, así como por el filósofos políticos como Richard Hooker. Se crearon las escuelas de Rugby y Harrow, del Trinity College de Dublín; y la música de corte conoció un bello desarrollo con los llamados “virginalistas”.
La restauración del anglicanismo
Uno de los principales objetivos de Isabel I al sentarse en el trono fue poner orden en la cuestión religiosa que venía sacudiendo el país desde tiempos de Enrique VIII. Su estrategia en este sentido buscó el restablecimiento del anglicanismo como religión oficial. A pesar de haber sido coronada según el rito romano, Isabel pronto evidenció su voluntad de continuar la política eclesiástica de su padre. En ello se dejó guiar por consideraciones puramente políticas: la reina deseaba ejercer la autoridad eclesiástica suprema, lo que al mismo tiempo la oponía a católicos y calvinistas. Actuando con gran prudencia, promulgó en 1559 el Acta de Supremacía que puso nuevamente en vigor las leyes religiosas de Enrique VIII y Eduardo VI y que habían sido abolidas en tiempos de María Tudor.

Retrato de Isabel I (Quentyn
Metsys el Joven, c. 1583)
El edicto de 1559, aunque reforzaba el protestantismo y declaraba la celebración de la misa ilegal, era excepcionalmente tolerante con la población católica. Los católicos quedaron en principio exentos de la asistencia obligatoria a la iglesia parroquial a cambio del pago de una moderada contribución, y la celebración privada de su culto no fue perseguida excepto en los casos en que se sospechara traición a la monarquía. El Acta de Uniformidad, votada ese mismo año por el Parlamento, restableció el Libro de la Plegaria Común de Eduardo VI eliminando las fórmulas que pudieran resultar más ofensivas para los católicos. Los obispos católicos nombrados durante el reinado de María I protestaron, e Isabel respondió destituyéndolos a todos, quedando así renovada por completo la alta jerarquía eclesiástica del reino. A la vez, Isabel se cuidó de no verse superada por el fanatismo protestante. En 1563, cuando el Parlamento adoptó la profesión de fe de los Treinta y Nueve Artículos que rechazaba la transubstanciación y sólo admitía dos sacramentos, la reina decretó al mismo tiempo el mantenimiento de la jerarquía y la liturgia católicas.
En 1570 el compromiso religioso, que se había hecho soportable para la mayoría de la población católica, fue bruscamente roto por el interdicto lanzado por el papa Pío V sobre “Isabel, la presunta reina de Inglaterra”. La bula de excomunión desligaba a todos sus súbditos de su lealtad a la reina. De esta forma los católicos fueron, más por efecto de la bula papal que por efecto de la represión regia, convertidos en potenciales traidores. Se recrudecieron las medidas legales contra los católicos en correlación con el aumento de la intransigencia católica en el continente; así, a partir de 1580, los misioneros jesuitas (enviados subrepticiamente por España para alentar la rebelión católica) fueron expulsados de Inglaterra o entregados al verdugo.
Isabel tuvo que hacer frente a una doble oposición: por un lado la de los católicos, que se consideraron desligados de su deber de lealtad tras la excomunión de 1570 y que pusieron sus esperanzas en María Estuardo, la reina católica de Escocia; por otro, la de los calvinistas presbiterianos, que rechazaban la jerarquía episcopal y cualquier vestigio de catolicismo dentro de la Iglesia reformada. La reina hubo de recrudecer las medidas represivas contra la disidencia religiosa. La celebración de la misa católica fue prohibida por completo, así como los sínodos presbiterianos de los calvinistas, que ya por entonces comenzaban a conocerse como puritanos. En 1595 se hizo obligatoria, bajo pena de prisión, la asistencia al culto anglicano. Sin embargo, hubo muchas menos ejecuciones por motivos religiosos durante el largo reinado isabelino que durante los cinco años en que María Tudor se sentó en el trono. La obra religiosa de Isabel fue duradera: dio al anglicanismo su carácter definitivo y emprendió el camino hacia la convivencia de las distintas sectas religiosas.
El afianzamiento de la legitimidad
Dentro de este contexto hay que considerar el problema planteado por las pretensiones de la católica María Estuardo: la reina de Escocia, viuda de Francisco II de Francia, se convirtió en el centro de las conspiraciones católicas. María Estuardo, heredera del reino de Escocia, podía postularse también (por ser hija de la hermana de Enrique VIII) como heredera del trono inglés. Aquellos que consideraban ilegal el matrimonio entre Ana Bolena y Enrique VIII cuestionaban asimismo la legitimidad del nacimiento de Isabel y sus derechos al trono, y contemplaban a María Estuardo como potencial reina de Inglaterra. En 1561, María Estuardo regresó como reina a Escocia tras la muerte de su esposo. Desde entonces no cejó en su empeño de reunir bajo su cetro los reinos de Escocia e Inglaterra. Para ello contaría con el apoyo de los disidentes católicos ingleses.

María Estuardo
En 1568, María Estuardo fue expulsada de Escocia por una rebelión general y tuvo que refugiarse en Inglaterra, en cuya corte Isabel la acogió de buen grado con el fin de mantenerla bajo su control. Para Isabel era demasiado arriesgado dejarla marchar al continente, donde sin duda buscaría el apoyo de Francia o España en su reivindicación del trono inglés. María fue obsequiada con un honorable confinamiento, lo que no impidió que se convirtiera en el centro de las intrigas político-religiosas contra la reina.
Entre 1569 y 1570 se produjo la llamada “rebelión de los condes”, que tuvo un doble carácter religioso y político: se restableció el catolicismo en los territorios sublevados y se pretendió obligar a Isabel a declarar a María como su sucesora en el trono. La cruenta represión de esta conjura significó la eliminación de las grandes dinastías condales del norte de Inglaterra. María Estuardo se vio implicada en otros tres importantes complots que incluían intentos de regicidio: el de Ridolfi de 1571, el del francés duque de Guisa de 1582 y el de Babington de 1586.
Ante el temor de que pudiera llegar a un sólido entendimiento con los españoles, el Parlamento presionó a Isabel para que ordenara la ejecución de María Estuardo. La declaración papal de 1580 que aseguraba que no sería un pecado eliminar a Isabel y el asesinato en 1584 de Guillermo I el Silencioso, organizador de la resistencia alemana contra los españoles, hicieron temer por la vida de Isabel. En 1585 el Parlamento aprobó la Ley de Preservación de la Seguridad de la Reina, la cual condenaba a muerte a toda aquella persona implicada en un eventual regicidio o a quien éste beneficiara directamente. Isabel introdujo una enmienda en el texto de la ley, por la cual los herederos de los implicados de condición regia sólo podrían ser excluidos de la sucesión al trono de Inglaterra en caso de que fuera probada en juicio su propia implicación en una conjura. Esta enmienda hizo posible que, a la muerte de Isabel, el hijo de María Estuardo, Jacobo VI de Escocia, se convirtiera en rey de Inglaterra. Un año después de la aprobación de la Ley de Seguridad, María Estuardo fue sometida a juicio y hallada culpable de atentar contra la vida de Isabel. Durante tres meses la reina demoró la corroboración de la sentencia de muerte, a pesar de la presión de sus consejeros y del Parlamento. Finalmente María fue ejecutada en febrero de 1587.
Matrimonio y sucesión
Desde la ascensión al trono de Isabel I se planteó la cuestión de su matrimonio con el fin de evitar nuevos problemas sucesorios. La boda de la reina suscitaba gran preocupación en el Parlamento, ya que de ella podían depender las alianzas internacionales de Inglaterra en un momento en que la hegemonía española en Europa mantenía al continente en perpetuo estado de guerra. Isabel expresó su voluntad de contraer matrimonio y durante buena parte de su reinado jugó hábilmente con las numerosas propuestas que le llegaron de las principales potencias europeas. De los 16 a los 56 años se sucedieron múltiples proyectos matrimoniales. Eric de Suecia, Enrique III y Enrique IV de Francia, el archiduque Carlos de Austria y el duque de Alençon fueron algunos de los pretendientes de la reina. Pero Isabel nunca llegaría a casarse; esta inaudita excepción perturbó ya desde su reinado a cronistas e historiadores. A menudo se la llama todavía la Reina Virgen (así quiso ser llamada Isabel en su epitafio), subrayando mendazmente una castidad de raíz religiosa en la que la reina nunca puso sus desvelos.
En efecto, Isabel mantuvo relaciones amorosas con diversos hombres de su corte: sir Christopher Hatton, lord canciller entre 1587 y 1591; sir Walter Raleigh, cortesano cumplido, aventurero e historiador y, sobre todo, lord Robert Dudley, a quien otorgó el título de duque de Leicester en 1564. Su relación con Dudley sobrevivió al matrimonio secreto de éste con la prima de Isabel, Lettice Knollys, condesa viuda de Essex, en 1579. La noticia de su muerte en 1588 causó tal dolor a la reina que se encerró sola en sus habitaciones durante tan largo tiempo que, finalmente, lord Burghley, Tesorero Mayor y uno de sus más fieles servidores, se vio obligado a derribar la puerta.

Robert Dudley
La tardanza en contraer matrimonio y las continuas evasivas de la reina hicieron correr por todas las cortes europeas infundios sobre una desaforada concupiscencia que le hacía parir bastardos a troche y moche, o rumores acerca de un misterioso defecto físico que le impedía la unión sexual. En 1579, en el transcurso de las negociaciones de matrimonio con el duque de Alençon, hermano del rey de Francia, lord Burghley escribió a su pretendiente: “Su Majestad no sufre enfermedad alguna, ni tara de sus facultades físicas en aquellas partes que sirven propiamente a la procreación de los hijos”.
El hecho insólito de que Isabel permaneciera soltera puede atribuirse con mayor certeza a la inveterada independencia de la reina y a las secuelas anímicas que, siendo una niña, sin duda le produjeron las brutales y arbitrarias ejecuciones de su madre, Ana Bolena, y de su madrastra, Catherine Howard, por orden de Enrique VIII. En agosto de 1566, Dudley escribió al embajador francés que él, que conocía a Isabel desde que era una niña, ya entonces le había oído asegurar que nunca se casaría. Se ha interpretado también que Isabel deseaba casarse con Dudley, pero que la impopularidad de éste y la sospechosa muerte de su primera esposa hacían poco recomendable la unión. En 1566, ante la tardanza del matrimonio de Isabel, el Parlamento le pidió que se casara, autorizándola a hacerlo con quien ella quisiera. Sin embargo, tampoco entonces se decidió la reina.
Aparte de sus indudables motivaciones personales, hubo también poderosas razones políticas que animaron a Isabel a permanecer soltera o, mejor dicho, a jugar indefinidamente con su posible boda. Las negociaciones matrimoniales fueron un recurso esencial de la política exterior isabelina, encaminada a evitar la caída de su reino en la órbita de las potencias continentales: España y Francia. Su matrimonio con un príncipe de las dinastías española o francesa habría sin duda significado la relegación de Inglaterra al plano de los comparsas en la política europea. Las negociaciones con el duque de Alençon, hermano de Enrique III de Francia y uno de sus más pertinaces pretendientes, fueron, por ejemplo, una baza para garantizar los intereses ingleses en los Países Bajos españoles.
La hegemonía española
En las relaciones entre Inglaterra y España primaron, por encima de la cuestión religiosa o de la competencia comercial en el Atlántico, la tradicional alianza dinástica frente a Francia y los mutuos intereses económicos en los Países Bajos. Desde el principio del reinado isabelino, Felipe II de España se había visto obligado a apoyar a Isabel I (pese a la manifiesta intención de la reina de defender la causa protestante) frente a las pretensiones al trono de María Estuardo. Aunque católica, María Estuardo era también reina de Escocia y de Francia; su ascensión al trono inglés hubiera supuesto la alianza de las coronas inglesa y francesa, lo que resultaba inadmisible para España.

Felipe II de España
Felipe II, viudo de María Tudor, propuso matrimonio a Isabel en 1559. La unión resultaba ventajosa para ambos: para Isabel, porque obstaculizaba las pretensiones de María Estuardo al trono inglés; para el soberano español, porque evitaba la reunión en la persona de la Estuardo de las coronas de Escocia, Inglaterra y Francia. Felipe II deseaba ver instalada en el trono de Inglaterra a su hija Isabel Clara Eugenia y apartar a Inglaterra de la influencia de Francia. A pesar de los intereses en juego, la repugnancia de Isabel hacia el matrimonio y el temor a caer en la órbita española hicieron a la soberana rechazar el ofrecimiento, no sin antes haber jugado con esta posibilidad para aprovechar en su favor la tradicional rivalidad hispano-francesa.
Isabel apoyó la causa protestante allí donde ésta se hallaba amenazada, sin que estuviera en su ánimo liderar la reforma, al tiempo que procuraba mantener relaciones amistosas con las potencias católicas. Durante la Guerras de Religión francesas prestó ayuda a los hugonotes, en una forma de provocación a la monarquía hispánica, que apoyaba la causa católica. Sin embargo, el enfrentamiento con España se debió mucho más a razones políticas y económicas que a cuestiones religiosas.
Desde el inicio del reinado se mantuvo una situación de sorda tensión entre Inglaterra y España, sin que ninguno de los contendientes considerara oportuno declarar abiertamente la conflagración hasta muchos años después. El enfrentamiento entre España e Inglaterra se hizo de todas formas inevitable ante las pretensiones inglesas de romper el monopolio comercial español en América. Las acciones de los marinos ingleses en el Atlántico, alentadas por la reina, se hicieron progresivamente más violentas desde la década de los setenta. En 1571, el corsario Francis Drake inició una imparable sucesión de actos de piratería en el Caribe que pronto se extendió al resto del litoral atlántico americano. Su vuelta al mundo entre 1577 y 1580 fue saludada en la corte isabelina con gran entusiasmo.

Francis Drake
Pero los más graves conflictos entre la Inglaterra de Isabel I y la España de Felipe II surgieron a raíz de la sublevación de los Países Bajos contra la autoridad española. La ocupación de Flandes por el ejército español desde 1567 despertó la alarma de Isabel I, que vio cómo España instalaba una nutrida fuerza militar al otro lado del canal de la Mancha. Por otra parte, los intereses del comercio inglés en la zona impulsaron a Isabel a apoyar económicamente la rebelión de las Provincias Unidas desde 1577. La primera ruptura hispano-inglesa se produjo en 1568, cuando Isabel incautó el dinero genovés destinado a pagar a los tercios de Flandes que viajaba en navíos españoles arribados a costas inglesas. Este incidente provocó la ruptura de las relaciones comerciales entre ambas monarquías. En 1572, Isabel firmó con Carlos IX de Francia el tratado de Blois, por el que ambos soberanos establecieron una alianza defensiva contra España. Este acuerdo fue bruscamente roto por la matanza de hugonotes de la Noche de San Bartolomé en 1572. Con el Tratado de Bristol (1574), Isabel restableció las relaciones con España, a pesar del precario equilibrio de sus relaciones en lo que atañía a los Países Bajos.
A pesar del acuerdo de Blois, Isabel nunca había abandonado la alianza con España, y en 1572 hizo un gesto de acercamiento expulsando a los corsarios holandeses que se habían refugiado en las costas inglesas. Sin embargo, los éxitos internacionales de Felipe II preocupaban a Isabel, que temía que la monarquía española resucitase su viejo proyecto de invadir Inglaterra. Por ello, Isabel se decidió a intervenir directamente en el conflicto con los Países Bajos. En el Tratado de Nonsuch de 1585, prometió ayuda militar a las Provincias Unidas a cambio de que éstas permitieran la instalación de guarniciones inglesas en los puertos de La Briel y Flesinga, desde los que los españoles podían intentar una invasión marítima de la isla. Al tiempo que la reina enviaba efectivos militares a Flandes, Drake era autorizado para lanzar una violenta ofensiva en el Caribe y en las costas atlánticas de la Península Ibérica.

Isabel nombra caballero a Francis Drake
Desde entonces el enfrentamiento entre Inglaterra y España se agravó incesantemente. Los ingleses intervenían en la rebelión de los Países Bajos, mientras que Felipe II apoyaba a los rebeldes irlandeses y alentaba conspiraciones cortesanas contra Isabel. En 1583 el embajador español en Londres participó, junto con los Guisa, en una conjura que pretendía eliminar a Isabel y sentar en el trono a María Estuardo. Felipe II pensaba que, una vez derrocada Isabel I, podría hacer abdicar a María sus derechos sobre la infanta española Isabel Clara Eugenia. La conjura fue descubierta y el embajador español expulsado. De esta forma se produjo la ruptura de las relaciones diplomáticas entre ambos países.
Aunque sin una declaración formal, desde 1583 puede considerarse abierta la conflagración entre Inglaterra y España. Los proyectos políticos de Felipe II respecto de Inglaterra se vieron favorecidos por la ejecución de María Estuardo en 1587, que dejaba el campo libre para una sucesión española al trono inglés en caso de que tuviera éxito la invasión española de Inglaterra, proyecto largamente acariciado por Felipe II y que fue entonces retomado.
La devastadora razzia llevada a cabo por Drake en Cádiz y Lisboa en abril de 1587 acabó de decidir a Felipe II a emprender la invasión de Inglaterra antes de completar la sumisión de las Provincias Unidas. En julio de 1588 zarpaba de Lisboa la Gran Armada, conocida como la Armada Invencible por los historiadores británicos, destinada a invadir Inglaterra. El desastre de la Armada, causado en parte por la superioridad de la marina inglesa, en parte por la acción de los flamencos que obstaculizaron el acceso de la flota a sus costas, y en parte por los elementos, supuso una gran victoria política para Isabel I. La superioridad de los navíos ingleses fue resultado directo de la política naval impulsada por la reina, considerada como uno de los grandes logros de su reinado, pues inauguró el dominio británico de los mares.

La Armada Invencible
La victoria sobre la Gran Armada hizo más audaz a Isabel, que redobló sus acciones contra España allí donde tuvo ocasión. En los años siguientes, los corsarios ingleses hostigaron sin descanso los navíos españoles que hacían la travesía entre las Indias y España. Drake atacó La Coruña en 1589 y llegó hasta Lisboa, aunque no pudo tomar la ciudad. Arreciaron los ataques contra navíos y puertos españoles tanto en la Península como en América. Isabel dio cobijo en su corte al prior de Crato, pretendiente al trono de Portugal, con el que selló un acuerdo secreto contra España.
La guerra contra España continuó después de la muerte de Felipe II en 1598. El español había apoyado la gran rebelión irlandesa iniciada poco antes de su muerte, apoyo que mantuvo el duque de Lerma durante el reinado de Felipe III. Sin embargo, el auxilio español fue poco efectivo, debido a su lentitud y a la falta de equipamiento. En 1599, el duque de Lerma envió a las costas inglesas una gran flota que tuvo que regresar sin haber logrado ninguno de sus objetivos. A pesar de ello la rebelión, ferozmente reprimida por el ejército isabelino, continuó hasta la muerte de Isabel, cuando se logró la capitulación de los últimos rebeldes.
El final del reinado
Los últimos quince años de la era isabelina fueron difíciles para la reina; ya muy anciana, había perdido a sus más leales consejeros y amigos. Dudley había muerto en 1588; Walsingham, en 1590; Hatton, en 1591; Burghley, en 1598. Se encontraba ahora rodeada por un grupo de hombres más fieles a sus intereses personales que a la vieja reina. El más importante de esta nueva generación de consejeros fue Robert Devereux, conde de Essex e hijastro de Dudley. La reina le tenía en gran consideración, lo que probablemente hizo al joven conde sobreestimar su influencia política. Su arrogancia le atrajo la enemistad de Robert Cecil (hijo de Burghley), de sir Walter Raleigh y del duque de Nottingham.

Robert Devereux, conde de Essex
En 1598 estalló una nueva rebelión en Irlanda que se extendió por todo el país. Devereux solicitó a la reina el mando del ejército que habría de reprimir la rebelión irlandesa, lo que le fue concedido. Pero desobedeció las estrictas órdenes de la reina acerca de cómo debía actuar en Irlanda. Derrotado, decidió regresar a Inglaterra, contrariando nuevamente las órdenes expresas de la reina de permanecer en la isla. Devereux fue inmediatamente arrestado por orden del Consejo Privado, y aunque una investigación le exculpó de las sospechas de traición que pesaban sobre él, nunca más fue admitido en la privanza regia. Este revés inesperado convirtió a Devereux en el principal intrigante del reino, convertida su casa en cenáculo de desafectos a Isabel. En 1601, Devereux trató torpemente de tomar Londres con sus tropas. Fracasado su intento, fue ejecutado como reo de traición en febrero de ese año. Tras la ejecución de Devereux, la reina declaró al embajador francés: “cuando está en juego el bienestar de mi reino, no me permito indulgencias con mis propias inclinaciones”.
Los últimos años del reinado de Isabel I fueron también de crisis económica. La Hacienda regia acusó graves problemas financieros; sus reservas estaban agotadas y el país atravesaba una profunda crisis inflacionaria. La reina tuvo que recurrir a la venta de monopolios y regalías, además de algunas de sus más preciadas joyas. Esta práctica causó gran descontento y se elevaron numerosas quejas al Parlamento. A pesar de los temores que causó su soltería, el problema de la sucesión había quedado resuelto. Jacobo VI de Escocia era reconocido desde hacía tiempo como su heredero. En su lecho de muerte, el 23 de marzo de 1603, sus consejeros le pidieron que hiciera una señal si reconocía como su sucesor al futuro Jacobo I de Inglaterra. La reina lo hizo y, tras su muerte en la mañana del día siguiente en el palacio londinense de Richmond, la monarquía inglesa afrontó sin asperezas el fin de la dinastía Tudor.

Claudio Tolomeo

Este artículo tratará sobre el geográfo Claudio Tolomeo.

(O Ptolomeo; Siglo II) Astrónomo, matemático y geógrafo griego. Es muy poca la información sobre la vida de Tolomeo que ha llegado hasta nuestro tiempo. No se sabe con exactitud dónde nació, aunque se supone que fue en Egipto, ni tampoco dónde falleció.

Tolomeo
Su actividad se enmarca entre las fechas de su primera observación, cuya realización asignó al undécimo año del reinado de Adriano (127 d.C.), y de la última, fechada en el 141 d.C. En su catálogo de estrellas, adoptó el primer año del reinado de Antonino Pío (138 a.C.) como fecha de referencia para las coordenadas.
Tolomeo fue el último gran representante de la astronomía griega y, según la tradición, desarrolló su actividad de observador en el templo de Serapis en Canopus, cerca de Alejandría. Su obra principal y más famosa, que influyó en la astronomía árabe y europea hasta el Renacimiento, es la Sintaxis matemática, en trece volúmenes, que en griego fue calificada de grande o extensa (megalé) para distinguirla de otra colección de textos astronómicos debidos a diversos autores.
La admiración inspirada por la obra de Tolomeo introdujo la costumbre de referirse a ella utilizando el término griego megisté (la grandísima, la máxima); el califa al-Mamun la hizo traducir al árabe en el año 827, y del nombre de al-Magisti que tomó dicha traducción procede el título de Almagesto adoptado generalmente en el Occidente medieval a partir de la primera traducción de la versión árabe, realizada en Toledo en 1175.
Utilizando los datos recogidos por sus predecesores, especialmente por Hiparco, Tolomeo construyó un sistema del mundo que representaba con un grado de precisión satisfactoria los movimientos aparentes del Sol, la Luna y los cinco planetas entonces conocidos, mediante recursos geométricos y calculísticos de considerable complejidad; se trata de un sistema geocéntrico según el cual la Tierra se encuentra inmóvil en el centro del universo, mientras que en torno a ella giran, en orden creciente de distancia, la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno.

El universo geocéntrico de Tolomeo
Con todo, la Tierra ocupa una posición ligeramente excéntrica respecto del centro de las circunferencias sobre las que se mueven los demás cuerpos celestes, llamadas círculos deferentes. Además, únicamente el Sol recorre su deferente con movimiento uniforme, mientras que la Luna y los planetas se mueven sobre otro círculo, llamado epiciclo, cuyo centro gira sobre el deferente y permite explicar las irregularidades observadas en el movimiento de dichos cuerpos.
El sistema de Tolomeo proporcionó una interpretación cinemática de los movimientos planetarios que encajó bien con los principios de la cosmología aristotélica, y se mantuvo como único modelo del mundo hasta el Renacimiento, aun cuando la mayor precisión alcanzada en las observaciones astronómicas a finales del período medieval hizo necesaria la introducción de decenas de nuevos epiciclos, con lo cual resultó un sistema excesivamente complicado y farragoso.
Como geógrafo, ejerció también gran influencia sobre la posteridad hasta la época de los grandes descubrimientos geográficos. En su Geografía, obra en ocho volúmenes que completó la elaborada poco antes por Marino de Tiro, se recopilan las técnicas matemáticas para el trazado de mapas precisos mediante distintos sistemas de proyección, y recoge una extensa colección de coordenadas geográficas correspondientes a los distintos lugares del mundo entonces conocido. Tolomeo adoptó la estimación hecha por Posidonio de la circunferencia de la Tierra, inferior al valor real, y exageró la extensión del contiente euroasiático en dirección este-oeste, circunstancia que alentó a Colón a emprender su viaje del descubrimiento.
Entre las demás obras de Tolomeo figura la Óptica, en cinco volúmenes, que versa sobre la teoría de los espejos y sobre la reflexión y la refracción de la luz, fenómenos de los que tuvo en consideración sus consecuencias sobre las observaciones astronómicas. Se le atribuye también la autoría de un tratado de astrología, el Tetrabiblos, que presenta las características de otros escritos suyos y que le valió buena parte de la fama de que gozó en la Edad Media.

Correo electrónico

El correo electrónico y su historia, de eso irá este artículo sobre nuevas tecnologías.

Desde antes incluso de los imperios de la Antigüedad, el ser humano ha tratado de agilizar el envío de informaciones con los más diversos procedimientos e iniciativas. En el siglo XIX, la invención del práctico sello de correos supuso un paso importante, pero la carrera por mejorar los sistemas postales no tocó techo hasta el advenimiento del correo electrónico, el avance que echó abajo el hándicap para la interacción entre personas que había representado hasta entonces la distancia física.
El envío del primer correo electrónico, realizado en 1969 entre el profesor de computación de la Universidad de California Leonard Kleinrock y un colega de la de Stanford, abrió las puertas a un nuevo escenario en el cual nuestros contactos, dondequiera que se encuentren, están a un clic de distancia. Como añadido a esta nueva y velocísima manera de contactar con otras personas, existe la posibilidad de adjuntar a nuestros mensajes de texto toda clase de ficheros, lo que permite enviar instantáneamente al otro extremo del mundo, a modo de los antiguos paquetes, cualquier objeto digitalizado: desde libros, planos o fotografías hasta archivos de audio, vídeo o programas informáticos.

Historia del correo electrónico

Si bien el citado envío de 1969 se considera el primer anticipo de lo que iba a suceder, no fue hasta dos años después, en 1971, cuando el correo electrónico comenzó a tomar la forma con la que lo conocemos en la actualidad. A Ray Tomlinson, un ingeniero de la empresa estadounidense BBN (Bolt, Beranek and Newman), se debe la característica arroba (@) que, en las direcciones de correo, une el nombre del usuario con el del dominio en el que se encuentra su buzón (usuario@dominio.com).
En esta primera etapa los mensajes electrónicos eran de pago, y el importe por envío ascendía a cuatro dólares. Por aquel entonces predominaba el sistema operativo Unix, y el usurario debía aprender farragosos comandos para poder enviar, leer o borrar mensajes. El acceso a esta tecnología por parte de un público no especializado se iniciaría algo más tarde, concretamente en 1983, año en que el Colby College (en el estado de Maine) ofreció a todos sus alumnos una cuenta de correo propia.

Clientes de fácil manejo como Outlook Express favorecieron el boom del correo electrónico
Coincidiendo con el momento en que las interfaces gráficas y el ratón simplificaron enormemente el manejo de los ordenadores personales, la gran eclosión de Internet a mediados de la década de 1990 fue el acontecimiento que acabó aproximando el servicio de correo a toda la población del planeta. Microsoft, que venía prácticamente ostentando el monopolio de los sistemas operativos (MS-DOS y Windows 3.1), incluyó en el renovado Windows 95 (1995) un cliente de correo de simplísimo manejo, Outlook Express, una versión gratuita del programa homónimo que formaba parte del paquete ofimático Microsoft Office.

Clientes de correo y correo web

La facilidad de uso (aunque no siempre de configuración inicial) de Outlook Express y de otros programas de correo como Netscape Messenger convirtieron en pocos años el correo electrónico en una herramienta de uso masivo. En fecha tan temprana como el año 2000, el número de cuentas de correo había alcanzado los quinientos millones. En nuestros días es extremadamente difícil calcular el número de usuarios reales; muchos poseen más de una cuenta y millones de las ya creadas deben considerarse abandonadas o inactivas.
Curiosamente, aquellos grandes impulsores de la comunicación electrónica que fueron los amigables clientes de correo tenían los días contados. Su principal inconveniente no era la instalación (Outlook Express, como ya se ha indicado, venía con Windows), sino la necesaria configuración de una serie de parámetros (los servidores SMTP y POP3, entre otros) no siempre exenta de problemas, y, lo que es más importante: sólo era posible consultar el correo en aquel programa y ordenador en que se habían configurado tales parámetros.

Microsoft encabezó el desarrollo del correo web con Hotmail (1996)
Tales inconvenientes explican la rápida aceptación del correo web. En lugar de instalar y batallar con la configuración de un cliente de correo, pronto muchos portales de Internet ofrecieron la posibilidad de crear gratuitamente una cuenta de correo y acceder a ella a través de un navegador simplemente con un nombre de usuario y contraseña, sin necesidad de configurar nada y con la impagable ventaja de poder consultar el correo desde cualquier ordenador del mundo.
En los inicios, el más popular de los servicios de correo web fue Hotmail (1996) de Microsoft, seguido poco después de Yahoo! Mail (1997) de Yahoo. Junto con el posterior Gmail (2004) de Google, estos tres gigantes acaparan actualmente la mayor parte de los usuarios. Igualadas en pocos años las prestaciones de los clientes de correo (los primeros servicios de correo web carecían, por ejemplo, de libreta de direcciones), su implantación se aceleró al extenderse las tarifas planas de conexión a Internet. Aunque aparentemente el correo web corre sobre el protocolo HTTP, debe advertirse que para el envío y recepción de mensajes se siguen manejando los protocolos SMTP y POP3 o IMAP4 en forma invisible para el usuario.

Servidores de correo

Originalmente, el sistema para el envío y recepción de correo electrónico se proyectó bajo el supuesto de que los terminales informáticos encargados de esta tarea serían grandes computadoras conectadas ininterrumpidamente a Internet y, para tal efecto, en el año 1980 nació el protocolo SMTP (Simple Mail Transfer Protocol). A través de este protocolo, el remitente enviaba el mensaje a un servidor de correo saliente (SMTP server), cuya misión era hacer llegar el mensaje al ordenador del receptor.
Pero la aparición de los equipos domésticos, los cuales accedían a Internet de forma ocasional, forzó el replanteamiento de esta tecnología, creándose en el año 1984 el protocolo POP (Post Office Protocol). Este protocolo permitía a los usuarios acceder a un «buzón», es decir, a una carpeta o espacio del disco duro de un servidor en la que se almacenaban los mensajes recibidos; de este modo fue posible enviar los mensajes no directamente al ordenador del receptor, que podría no estar conectado en ese momento, sino a su buzón en un servidor de correo entrante (POP server) permanentemente conectado a Internet. Dos años después, en 1986, apareció la primera versión del protocolo IMAP (Internet Message Access Protocol), superior en algunas de sus prestaciones al POP. Actualmente se emplean las versiones tercera y cuarta de estos protocolos (POP3 e IMAP4).
Así pues, de la colaboración entre SMTP y POP o IMAP surgió el correo electrónico actual: nos conectamos a Internet y, a través de un navegador, accedemos a nuestra cuenta en Gmail, Yahoo! Mail o el servicio que utilicemos mediante un nombre de usuario y contraseña. Nada más entrar, la página inicial nos muestra los últimos mensajes llegados a nuestro buzón, que podemos leer y responder. En oposición al correo web, los antiguos clientes de correo descargaban los mensajes nuevos en el ordenador del usuario, de modo que sólo era necesario estar conectado a Internet en el momento de la recepción y el envío; ello suponía un considerable ahorro en la época del módem, cuando, en lugar de las actuales tarifas planas, se pagaba por tiempo de conexión.

Funcionamiento del correo electrónico

El correo electrónico difiere de otros servicios de Internet en un característica fundamental: los ordenadores del emisor y el receptor del mensaje no necesitan estar conectados en el momento del envío. Para navegar por la World Wide Web, por ejemplo, es preciso una constante comunicación entre nuestro ordenador y los servidores web, que se realiza a través de una serie de servidores intermedios; ambos ordenadores y todos los dispositivos de red que los unen deben estar activos al mismo tiempo.
Tal requisito no existe en el correo electrónico, lo cual es, obviamente, una gran ventaja. Cuando se envía un mensaje, el servidor en que se aloja el buzón del receptor, o la red de la que forma parte, o cualquier dispositivo intermedio podrían estar saturados o padecer cualquier tipo de disfunción momentánea. A pesar de ello, y gracias al funcionamiento del servicio, el mensaje acabará indefectiblemente llegando a su destino. De ahí que, junto a su rapidez y economía, suela destacarse entre las virtudes del correo electrónico su fiabilidad; si por alguna razón un mensaje no puede tramitarse, se devuelve al remitente con un aviso acerca de la causa del error.
De forma simplificada, el proceso de envío y recepción puede resumirse como sigue: al apretar el botón «Enviar», nuestro ordenador transmite el mensaje al servidor de correo saliente (SMTP server) del servicio que tenemos contratado (por ejemplo, al servidor smtp.gmail.com si usamos Gmail). El servidor examina la dirección del destinatario; tal dirección se compone de un nombre de usuario y un nombre de domino unidos por el símbolo arroba (@), por ejemplo, antoniolopez@yahoo.com. El nombre de dominio corresponde a la dirección IP del servidor al que debe dirigirse el mensaje, y el nombre de usuario al «buzón» o porción del disco duro de dicho servidor que contiene los mensajes dirigidos al mismo.

Funcionamiento del correo electrónico
Examinada la dirección, el servidor SMTP decide cuál es la mejor ruta para que el mensaje llegue al servidor de destino, y lo transfiere a un servidor de correo que se halla en el camino. Si no puede enviarlo por alguna razón, lo guarda para reenviarlo posteriormente. Este proceso se repite hasta llegar al servidor en que se halla el buzón del destinatario. Siempre que en el camino hay algún ordenador o dispositivo fuera de servicio, el servidor correspondiente guarda provisionalmente el mensaje y reintenta más tarde el envío. El destino final del mensaje, como se ha dicho, es un servidor en el que residen un conjunto de cuentas de correo o buzones (POP o IMAP server), entre los que se encuentra el buzón del destinatario del mensaje.
El envío y la recepción de correo electrónico son dos procesos independientes que se ejecutan a través de servidores distintos. Conforme a lo anterior, los mensajes se envían a través de un servidor SMTP. Pero para leer el correo recibido, lo que hacemos (de forma inadvertida a través del navegador) es conectarnos al servidor POP3 o IMAP4 (por ejemplo, a pop3.gmail.com en el caso de Gmail) en el que se encuentra nuestro buzón. En el espacio asignado a nuestra cuenta en ese servidor (siempre conectado a Internet) se almacenan los mensajes recibidos que podremos leer al acceder al correo.

Estructura de los mensajes

Los correos electrónicos constan de una cabecera con una serie de campos estandarizados y un cuerpo o contenido. De los campos de la cabecera, el único imprescindible es la dirección del destinatario (campo To en inglés), que se inserta automáticamente al responder a un mensaje y puede escribirse o introducirse desde la agenda de contactos al crear un correo nuevo. Casi todas las aplicaciones avisan de su olvido y sugieren direcciones de la agenda al empezar a escribir la dirección, pero no pueden corregir errores al introducir una dirección nunca usada; en tal caso habrá que ser especialmente cuidadoso, pues el más mínimo error puede frustrar el envío.
En el asunto o tema (Subject) se describe brevemente el objeto de la comunicación; resulta conveniente en las cartas formales y es por lo demás una cortesía hacia el receptor, pues, al mostrarse el asunto en la lista de mensajes recibidos, facilita priorizar o postergar su lectura y respuesta, así como su archivo y clasificación. Los antiguos clientes de correo permitían descargar solamente las cabeceras (y con ellas el asunto) para una más rápida recepción en los tiempos en que la velocidad de las transmisiones era muy limitada; actualmente esta opción perdura en las aplicaciones de correo para móviles, permitiendo también visualizar al menos el asunto del mensaje en contextos de deficiente conectividad.

Campos de la cabecera en Yahoo! Mail
Los campos Cc (Carbon copies, copias de carbón, como las que se hacían con las máquinas de escribir) y Bcc (Blind carbon copies, copias de carbón ocultas) sirven para enviar copias del mensaje a otros destinatarios distintos al especificado en el campo To. Si introducimos una serie de direcciones de correo en el campo Cc, todos los destinatarios recibirán el mensaje y podrán ver a qué otros destinatarios ha sido enviado; para evitar esto último se recurre el campo Bcc: ninguno de los destinatarios sabrá a qué otras personas ha sido enviado.
La cabecera contiene asimismo otras informaciones que el gestor de correo introduce automáticamente, como la dirección del remitente o la fecha y hora del envío. Respecto al cuerpo del mensaje, puede optarse entre enviar texto plano (sin formato) o textos con formato enriquecido (normalmente en HTML), útil no sólo para una mejor organización y presentación del contenido, sino también para incluir en el texto elementos como enlaces, logotipos o cualquier otra clase de imágenes.

Adjuntos y virus

Más allá de la inmediatez y la abolición de distancias inherentes a los servicios de correo electrónico, sin duda una de las razones del fulminante éxito de esta herramienta es la posibilidad de enviar como adjuntos documentos ya escritos, y, en general, cualquier tipo de archivos: presentaciones, hojas de cálculo, informes, libros, fotografías, animaciones, videos o música. Todas las aplicaciones de correo (sean clientes de correo o correo web) contienen en su interfaz un icono en forma de clip o una opción descrita como «Adjuntar archivo» o «Añadir adjunto»; tras hacer clic, una ventana nos invita a seleccionar el archivo que queremos enviar como adjunto al mensaje. Cuando el receptor examine su correo, observará que el mensaje contiene un fichero adjunto; una vez descargado en su disco duro (o incluso aparentemente sin necesidad de ello), podrá visualizar su contenido.
Por potentes o prestigiosos que sean, y a pesar de que los límites se incrementan periódicamente, los servicios de correo web imponen restricciones al tamaño de los adjuntos, de modo que sigue siendo imposible enviar, por ejemplo, una película, sin contar que las actuales velocidades de subida harían lentísimo el proceso. Reducir en lo posible el tamaño de los archivos antes de enviarlos no sólo es recomendable para evitar denegaciones del servidor (el límite se sitúa alrededor de los 25 megabytes), sino que también es una deferencia hacia el destinatario, cuya conexión puede ser de capacidad inferior, alargando el proceso de descarga.

Los virus y el correo basura centraron las quejas de los usuarios
Durante muchos años el envío de adjuntos fue una constante fuente de problemas, pues fue aprovechada por toda clase de desaprensivos para difundir los temidos virus informáticos. Un virus no es más que un pequeño programa que, al ejecutarse por primera vez, queda instalado en el ordenador y es capaz de llevar a cabo por sí solo acciones más o menos perniciosas, entre ellas la de «replicarse» con el método de autoenviarse por correo electrónico a todos los contactos de la agenda. Virus como el Melissa (1999) o el I love you (2000), para citar sólo los más famosos, se propagaron con este método por todo el mundo a una velocidad vertiginosa. El último de ellos alcanzó a unos cincuenta millones de ordenadores, estimándose en más de seis mil millones de dólares los prejuicios económicos ocasionados.
Con el progresivo abandono de los clientes de correo y las estrictas medidas y fuertes inversiones de los principales proveedores de los servicios de correo web (Microsoft, Yahoo!, Google), la difusión de los virus a través del correo electrónico parece haberse frenado hasta quedar reducida a un nivel testimonial, y es difícil imaginar que puedan llegar a repetirse episodios de alcance similar. Actualmente, potentes programas antivirus instalados en los servidores analizan todos los archivos adjuntos recibidos y avisan de los riesgos potenciales o, directamente, borran los adjuntos infectados, de modo que, en muchos casos, los usuarios inconscientes ni siquiera tienen la oportunidad de descargar y abrir un archivo infectado.

El spam

Algo parecido sucedió con el spam o correo basura. Del mismo modo que hallamos atiborrados de folletos los buzones de nuestra viviendas, pronto empezaron a proliferar los envíos publicitarios masivos amparados en el anonimato del medio y en un coste prácticamente cero. En los casos más extremos, estas comunicaciones comerciales no deseadas podían llegar a acumularse hasta sobrepasar la capacidad del buzón, por lo que el servidor, saturado, rechazaba los mensajes legítimos que llegaban; en los más leves eran igualmente una constante molestia que, según muchos estudios, provocaban considerables pérdidas de tiempo y de productividad entre los empleados.
En muchos países llegaron a promulgarse severas leyes contra el spam, las cuales revelaron pronto la misma ineficacia de todos los intentos de regular fenómenos globales desde el absoluto desconocimiento de sus fundamentos técnicos. Fueron de nuevo los grandes proveedores de los servicios de correo web (los citados Microsoft, Yahoo! y Google, entre otros) los que acudieron al rescate diseñando e implementando sofisticados algoritmos capaces de detectar este tipo de correos y desviarlos a una carpeta llamada precisamente «Spam». El sistema no es perfecto (algunos mensajes publicitarios llegan todavía a la bandeja de entrada, mientras que otros son erróneamente desviados como correo basura), pero por lo general, desde hace unos años, la mayor parte de los usuarios respiran aliviados.

Rodrigo Rato

Hoy en economía hablamos sobre el caso de Rodrigo Rato, en este artículo trataremos sobre él.

(Madrid, 1949) Político español. Rodrigo Rato Figaredo nació el 18 de marzo de 1949 en Madrid. De formación conservadora y defensor del liberalismo económico, en 1975 empezó a trabajar en empresas privadas, incluida la cadena radiofónica Rato, fundada por su padre. En 1979, flanqueado por sus mentores políticos, Manuel Fraga y Abel Matutes, ingresó en Alianza Popular (AP) y, casi inmediatamente, pasó a formar parte del comité ejecutivo.
Rato fue elegido diputado por Cádiz en 1982 y portavoz del Grupo Popular en el Congreso en 1989, cuando AP pasó a denominarse Partido Popular (PP). Su perfecta sintonía con José María Aznar, presidente del partido desde 1990, sería decisiva para su desarrollo político en las filas de la oposición. Ese mismo año, una hábil negociación de Rodrigo Rato desembocó en la venta de la Cadena Rato a la ONCE por 500 millones de pesetas.
Las elecciones de marzo de 1996 supusieron la victoria del PP y, dos meses más tarde, Aznar consiguió su investidura como presidente del gobierno al recibir el apoyo de las minorías catalana y vasca. Rato obtendría un primer triunfo político a raíz de sus hábiles negociaciones con el conseller de la Generalitat de Catalunya Joaquim Molins, que desembocaron en el acuerdo de colaboración firmado entre Jordi Pujol y Aznar.

Rodrigo Rato
Si bien en un primer momento la llegada del PP al poder provocó una caída de las bolsas, que en la de Madrid alcanzó los 16,8 puntos y en la de Barcelona los 14,3, el primer objetivo que se marcó el nuevo gobierno fue la recuperación de la economía. Y ahí iba a desempeñar un papel decisivo el saber hacer de Rodrigo Rato.
Al frente de la economía española
En la primera legislatura (1996-2000) Rato desempeñó la doble función de vicepresidente segundo del gobierno para Asuntos Económicos y de ministro de Economía y Hacienda. En la segunda legislatura (2000-2004) fue designado vicepresidente primero, en tanto que asumía también la cartera de Economía, ahora ya sin la competencia de Hacienda, convertida en departamento autónomo.
Tras apenas un año del PP al frente del gobierno, los indicadores económicos mostraban una clara mejoría, a lo que contribuyó la rebaja de los tipos de interés, el control de la inflación y el descenso de los índices de paro. Al finalizar la primera etapa en el gobierno, Rato tenía buenos motivos para estar satisfecho de su gestión: la economía española había alcanzado una tasa de crecimiento del producto interior bruto (PIB) del 4,1 %, la segunda más alta de la Unión Europea.
Cuando sólo había transcurrido un año de la segunda legislatura, el mundo occidental se vio sacudido por la tragedia del 11 de septiembre en Nueva York, con importantes consecuencias para la economía. Mientras la recesión se hacía realidad en Estados Unidos y la desaceleración en Europa, Rato anunciaba para España tasas de crecimiento en torno al 2 %.
Pero, en la trayectoria del ministro que saneó las cuentas públicas, lideró el proceso de adaptación al euro, reformó el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) y redujo el desempleo, también hubo zonas de sombras, algunas de ellas de gran impacto mediático.
El «caso Gescartera»
El mundo de los negocios ya había dado más de un quebradero de cabeza a la familia de Rodrigo Rato. Entre ellos, el más sonado fue el caso de evasión de divisas, bajo la cobertura del Banco Siero, que llevó a la cárcel a su padre y a su hermano mayor en 1967.
Tan sólo llevaba un año como ministro cuando, en 1997, se vio implicado en el «caso Rebecasa» (Refrescos y Bebidas de Castilla, S. A.). La empresa, propiedad de la familia Rato, debió hacer frente a una querella criminal ante el Tribunal Supremo tras una fraudulenta suspensión de pagos.
En 2000 salió a la luz el préstamo de 3,15 millones de euros concedido por la Hong Kong and Shanghai Bank Corporation (HSBC) a Muinmo, S. L., empresa familiar en la que Rodrigo Rato participaba con un 33%. Este préstamo, conseguido con condiciones muy favorables para el prestatario, era fruto de las excelentes relaciones entre altos cargos del PP y el banco británico.
Un año después estallaría el mayor escándalo económico en el que se vio envuelto el ex ministro: el «caso Gescartera». Esta sociedad gestora de carteras, creada en 1992 y reconvertida en agencia de valores en 2000, fue finalmente intervenida por la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) en 2001. Gescartera era responsable de una estafa de casi 20.000 millones de pesetas a más de dos mil personas o entidades, poniendo al descubierto una trama en la que estaban implicadas personas cercanas al PP, la ONCE e incluso la Iglesia católica.
A pesar de las duras críticas de la oposición a la labor de Rato y las reiteradas invitaciones a que dimitiera de sus cargos en el gobierno, su innegable habilidad política le hizo salir una vez más indemne. Sin embargo, cuando la segunda legislatura del PP llegaba a su fin, Rato hubo de ver cómo su compañero de partido Mariano Rajoy le arrebataba la participación en la carrera electoral frente al socialista José Luis Rodríguez Zapatero.
Director gerente del FMI
Sólo dos meses después del triunfo electoral del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Rato había sido tocado de nuevo por su buena estrella.
El 5 de mayo de 2004 los veinticuatro miembros del consejo ejecutivo del Fondo Monetario Internacional (FMI) lo designaron por consenso director gerente de la entidad. Un cometido con una duración de cinco años, aunque con posibilidad de reelección. Rato se unía así a la selecta nómina de españoles al frente de organismos políticos internacionales, en la que fue precedido por Javier Solana (OTAN) y Federico Mayor Zaragoza (Unesco).
La candidatura de Rato estuvo apoyada, fundamentalmente, por los ministros de Economía y Finanzas de la Unión Europea. A raíz de su elección, también se comentó sotto voce el posible aval con el que contaría del club de Bilderberg, delegación europea del grupo masónico estadounidense Council on Foreign Relations (CFR), encabezado por el ex secretario de Estado Henry Kissinger. Tampoco pasó desapercibido para la prensa el apoyo recibido por el Grupo Prisa, claramente favorecido por la gestión de Rato.
La tarea de Rodrigo Rato al frente del FMI le obligaba a enfrentarse a problemas tan espinosos como la subida del precio del petróleo o el incremento del precio del dinero en Estados Unidos, con su evidente repercusión en la deuda externa de los países en vías de desarrollo. Considerado un buen conocedor de la problemática de Latinoamérica, era en los países de este área donde su gestión se veía con mayor esperanza. Argentina, deudor de 88.000 millones de dólares, o Brasil, cuya deuda era superior al 80 % de su PIB, confiaban en que Rato emprendiera una democratización del organismo.
La consideración de las circunstancias sociopolíticas de los países deudores, y no sólo de los indicadores macroeconómicos, sería un gran avance en este sentido. Rato, por su parte, se ofrecía para el diálogo con el G-24, que engloba a países en vías de desarrollo, mientras manifestaba en repetidas ocasiones su deseo de contribuir a la estabilidad financiera mundial, un objetivo que impregnaba el espíritu del FMI, la organización fundada en 1945, tras la reunión de Bretton Woods, en unos tiempos en los que no soplaban buenos vientos para la economía.
A diferencia de otros miembros de su partido que, como él, poco a poco irían ganando posiciones de vanguardia en el gobierno español, la imagen de Rodrigo Rato ha sido siempre discreta, más propia de un tecnócrata que de un político de masas. Pero es precisamente esa actitud, que pudiera verse como fría o distante, la que le ha permitido resistir incólume todos los embates de la política cotidiana, e incluso salir a flote tras el naufragio electoral del 14 de marzo de 2004. Mientras José María Aznar, el hombre al que prestó su «materia gris» en el terreno económico, perdía protagonismo social, Rato se sigue desenvolviendo con fortuna en la arena política mundial, a la cabeza del Fondo Monetario Internacional (FMI).