La revolución científica del Renacimiento tuvo su arranque
en el heliocentrismo de Copérnico y su culminación, un siglo después, en la
mecánica de Newton. Su más eximio representante, sin embargo, fue el científico
italiano Galileo Galilei. En el campo de la física, Galileo formuló las
primeras leyes sobre el movimiento; en el de la astronomía, confirmó la teoría
copernicana con sus observaciones telescópicas. Pero ninguna de estas valiosas
aportaciones tendría tan trascendentales consecuencias como la introducción de
la metodología experimental, logro que le ha valido la consideración de padre
de la ciencia moderna.
Por otra parte, el proceso inquisitorial a que fue sometido
Galileo por defender el heliocentrismo acabaría elevando su figura a la
condición de símbolo: en el craso error cometido por las autoridades
eclesiásticas se ha querido ver la ruptura definitiva entre ciencia y religión
y, pese al desenlace del proceso, el triunfo de la razón sobre el oscurantismo
medieval. De forma análoga, la célebre frase que se le atribuye tras la forzosa
retractación (Eppur si muove, 'Y sin embargo, la Tierra se mueve') se ha
convertido en el emblema del poder incontenible de la verdad frente a cualquier
forma de dogmatismo establecido.
Galileo Galilei
Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564. Lo
poco que, a través de algunas cartas, se conoce de su madre, Giulia Ammannati
di Pescia, no compone de ella una figura demasiado halagüeña. Su padre,
Vincenzo Galilei, era florentino y procedía de una familia que tiempo atrás
había sido ilustre; músico de vocación, las dificultades económicas lo habían
obligado a dedicarse al comercio, profesión que lo llevó a instalarse en Pisa.
Hombre de amplia cultura humanista, fue un intérprete consumado y un compositor
y teórico de la música; sus obras sobre teoría musical gozaron de una cierta
fama en la época.
De él hubo de heredar Galileo no sólo el gusto por la música
(tocaba el laúd), sino también el carácter independiente y el espíritu
combativo, y hasta puede que el desprecio por la confianza ciega en la
autoridad y el gusto por combinar la teoría con la práctica. Galileo fue el
primogénito de siete hermanos de los que tres (Virginia, Michelangelo y Livia)
acabarían contribuyendo, con el tiempo, a incrementar sus problemas económicos.
En 1574 la familia se trasladó a Florencia, y Galileo fue enviado un tiempo al
monasterio de Santa Maria di Vallombrosa, como alumno o quizá como novicio.
Juventud académica
En 1581 Galileo ingresó en la Universidad de Pisa, donde se
matriculó como estudiante de medicina por voluntad de su padre. Cuatro años más
tarde, sin embargo, abandonó la universidad sin haber obtenido ningún título,
aunque con un buen conocimiento de Aristóteles. Entretanto, se había producido
un hecho determinante en su vida: su iniciación en las matemáticas (al margen
de sus estudios universitarios) y la consiguiente pérdida de interés por su
carrera como médico.
De vuelta en Florencia en 1585, Galileo pasó unos años
dedicado al estudio de las matemáticas, aunque interesado también por la
filosofía y la literatura, en la que mostraba sus preferencias por Ariosto
frente a Tasso; de esa época data su primer trabajo sobre el baricentro de los
cuerpos (que luego recuperaría, en 1638, como apéndice de la que habría de ser
su obra científica principal) y la invención de una balanza hidrostática para
la determinación de pesos específicos, dos contribuciones situadas en la línea
de Arquímedes, a quien Galileo no dudaría en calificar de «sobrehumano».
Tras dar algunas clases particulares de matemáticas en
Florencia y en Siena, trató de obtener un empleo regular en las universidades
de Bolonia, Padua y en la propia Florencia. En 1589 consiguió por fin una plaza
en el Estudio de Pisa, donde su descontento por el paupérrimo sueldo percibido
no pudo menos que ponerse de manifiesto en un poema satírico contra la
vestimenta académica. En Pisa compuso Galileo un texto sobre el movimiento que
mantuvo inédito, en el cual, dentro aún del marco de la mecánica medieval,
criticó las explicaciones aristotélicas de la caída de los cuerpos y del
movimiento de los proyectiles.
El método experimental
En continuidad con esa crítica, una cierta tradición
historiográfica ha forjado la anécdota (hoy generalmente considerada como
inverosímil) de Galileo refutando materialmente a Aristóteles mediante el
procedimiento de lanzar distintos pesos desde lo alto del Campanile de Pisa,
ante las miradas contrariadas de los peripatéticos. Casi dos mil años antes,
Aristóteles había afirmado que los cuerpos más pesados caen más deprisa; según
esta leyenda, Galileo habría demostrado la falsedad de este concepto con el simple
procedimiento de dejar caer simultáneamente cuerpos de distinto peso desde lo
alto de la torre y constatar que todos llegaban al suelo al mismo tiempo.
Recreación del plano inclinado de Galileo (Museo Galileo,
Florencia)
De ser cierto, podría fecharse en el episodio de la torre de
Pisa el nacimiento de la metodología científica moderna. Y es que, en tiempos
de Galileo, la ciencia era fundamentalmente especulativa. Las ideas y teorías
de los grandes sabios de la Antigüedad y de los padres de la Iglesia, así como
cualquier concepto mencionado en las Sagradas Escrituras, eran venerados como
verdades indudables e inmutables a las que podían añadirse poco más que glosas
y comentarios, o abstractas especulaciones que no alteraban su sustancia.
Aristóteles, por ejemplo, había distinguido entre movimientos naturales (las
piedras caen al suelo porque es su lugar natural, y el humo, por ser caliente,
asciende hacia el Sol) y violentos (como el de una flecha lanzada al cielo, que
no es su lugar natural); los estudiosos de los tiempos de Galileo se dedicaban
a razonar en torno a clasificaciones tan estériles como ésta, buscando un
inútil refinamiento conceptual.
En lugar de ello, Galileo partía de la observación de los
hechos, sometiéndolos a condiciones controladas y mesurables en experimentos.
Probablemente es falso que dejase caer pesos desde la torre de Pisa; pero es
del todo cierto que construyó un plano inclinado de seis metros de largo
(alisado para reducir la fricción) y un reloj de agua con el que midió la
velocidad de descenso de las bolas. De la observación surgían hipótesis que
habían de corroborarse en nuevos experimentos y formularse matemáticamente como
leyes universalmente válidas, pues, según un célebre concepto suyo, «el Libro
de la Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». Con este modo de
proceder, hoy natural y en aquel tiempo nuevo y escandaloso (por cuestionar
ideas universalmente admitidas y la autoridad de los sabios y doctores),
Galileo inauguraba la revolución metodológica que le ha valido el título de
«padre de la ciencia moderna».
Los años fecundos en Padua (1592-1610)
La muerte de su padre en 1591 significó para Galileo la
obligación de responsabilizarse de su familia y atender a la dote de su hermana
Virginia. Comenzaron así una serie de dificultades económicas que no harían más
que agravarse en los años siguientes; en 1601 hubo de proveer a la dote de su
hermana Livia sin la colaboración de su hermano Michelangelo, quien había
marchado a Polonia con dinero que Galileo le había prestado y que nunca le
devolvió (más tarde, Michelangelo se estableció en Alemania gracias de nuevo a
la ayuda de su hermano, y envió luego a vivir con él a toda su familia).
La necesidad de dinero en esa época se vio aumentada por el
nacimiento de los tres hijos del propio Galileo: Virginia (1600), Livia (1601)
y Vincenzo (1606), habidos de su unión con Marina Gamba, que duró de 1599 a
1610 y con quien no llegó a casarse. Todo ello hizo insuficiente la pequeña
mejora conseguida por Galileo en su remuneración al ser elegido, en 1592, para
la cátedra de matemáticas de la Universidad de Padua por las autoridades
venecianas que la regentaban. Hubo de recurrir a las clases particulares, a los
anticipos e incluso a los préstamos. Pese a todo, la estancia de Galileo en
Padua, que se prolongó hasta 1610, constituyó el período más creativo, intenso
y hasta feliz de su vida.
Galileo Galilei (detalle de un retrato de Domenico
Tintoretto, c. 1606)
En Padua tuvo ocasión Galileo de ocuparse de cuestiones
técnicas como la arquitectura militar, la castrametación, la topografía y otros
temas afines de los que trató en sus clases particulares. De entonces datan
también diversas invenciones, como la de una máquina para elevar agua, un
termoscopio y un procedimiento mecánico de cálculo que expuso en su primera
obra impresa: Operaciones del compás geométrico y militar (1606). Diseñado en
un principio para resolver un problema práctico de artillería, el instrumento
no tardó en ser perfeccionado por Galileo, que amplió su uso en la solución de
muchos otros problemas. La utilidad del dispositivo, en un momento en que no se
habían introducido todavía los logaritmos, le permitió obtener algunos ingresos
mediante su fabricación y comercialización.
En 1602 Galileo reemprendió sus estudios sobre el
movimiento, ocupándose del isocronismo del péndulo y del desplazamiento a lo
largo de un plano inclinado, con el objeto de establecer cuál era la ley de
caída de los graves. Fue entonces, y hasta 1609, cuando desarrolló las ideas
que treinta años más tarde constituirían el núcleo de sus Discursos y
demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias (1638), obra que
compendia su espléndida contribución a la física.
Los descubrimientos astronómicos
En julio de 1609, de visita en Venecia (para solicitar un
aumento de sueldo), Galileo tuvo noticia de un nuevo instrumento óptico que un
holandés había presentado al príncipe Mauricio de Nassau; se trataba del
anteojo, cuya importancia práctica captó Galileo inmediatamente, dedicando sus
esfuerzos a mejorarlo hasta hacer de él un verdadero telescopio. Aunque declaró
haber conseguido perfeccionar el aparato merced a consideraciones teóricas
sobre los principios ópticos que eran su fundamento, lo más probable es que lo
hiciera mediante sucesivas tentativas prácticas que, a lo sumo, se apoyaron en
algunos razonamientos muy sumarios.
Galileo muestra el telescopio al dux de Venecia (fresco de
Giuseppe Bertini)
Sea como fuere, su mérito innegable residió en que fue el
primero que acertó en extraer del instrumento un provecho científico decisivo.
Entre diciembre de 1609 y enero de 1610, Galileo realizó con su telescopio las
primeras observaciones de la Luna, interpretando lo que veía como prueba de la
existencia en nuestro satélite de montañas y cráteres que demostraban su
comunidad de naturaleza con la Tierra; las tesis aristotélicas tradicionales
acerca de la perfección del mundo celeste, que exigían la completa esfericidad
de los astros, quedaban puestas en entredicho.
El descubrimiento de cuatro satélites de Júpiter
contradecía, por su parte, el principio de que la Tierra tuviera que ser el
centro de todos los movimientos que se produjeran en el cielo. A finales de
1610, Galileo observó que Venus presentaba fases semejantes a las lunares,
hecho que interpretó como una confirmación empírica al sistema heliocéntrico de
Copérnico, ya que éste, y no el geocéntrico de Tolomeo, estaba en condiciones
de proporcionar una explicación para el fenómeno.
Ansioso de dar a conocer sus descubrimientos, Galileo
redactó a toda prisa un breve texto que se publicó en marzo de 1610 y que no
tardó en hacerle famoso en toda Europa: El mensajero sideral. Su título
original, Sidereus Nuncius, significa 'el nuncio sideral' o 'el mensajero de
los astros', aunque también admite la traducción 'el mensaje sideral'. Éste
último es el sentido que Galileo, años más tarde, dijo haber tenido en mente
cuando se le criticó la arrogancia de atribuirse la condición de embajador
celestial. Elogios en italiano y en dialecto veneciano celebraron la obra.
Tommaso Campanella escribía desde su cárcel de Nápoles: «Después de tu Nuncio,
oh Galileo, debe renovarse toda la ciencia». Kepler, desconfiado al principio,
comprendió después todas las ventajas que se derivaban de usar un buen
telescopio, y también se entusiasmó ante las maravillosas novedades.
El libro estaba dedicado al gran duque de Toscana Cosme II
de Médicis y, en su honor, los satélites de Júpiter recibían allí el nombre de
«planetas Mediceos». Con ello se aseguró Galileo su nombramiento como
matemático y filósofo de la corte toscana y la posibilidad de regresar a
Florencia, por la que venía luchando desde hacía ya varios años. El empleo
incluía una cátedra honoraria en Pisa, sin obligaciones docentes, con lo que se
cumplía una esperanza largamente abrigada y que le hizo preferir un monarca
absoluto a una república como la veneciana, ya que, como él mismo escribió, «es
imposible obtener ningún pago de una república, por espléndida y generosa que
pueda ser, que no comporte alguna obligación; ya que, para conseguir algo de lo
público, hay que satisfacer al público».
No obstante, aceptar estas prebendas no era una decisión
exenta de riesgos, pues Galileo sabía bien que el poder de la Inquisición,
escaso en la República de Venecia, era notoriamente superior en su patria
toscana. Ya en diversas cartas había dejado constancia inequívoca de que su
revisión de la estructura general del firmamento lo habían llevado a las mismas
conclusiones que a Copérnico y a rechazar frontalmente el sistema de Tolomeo, o
sea a preconizar el heliocentrismo frente al geocentrismo vigente.
Desgraciadamente, por esas mismas fechas tales ideas interesaban igualmente a
los inquisidores, pero éstos abogaban por la solución contraria y comenzaban a
hallar a Copérnico sospechoso de herejía.
La batalla del copernicanismo
En septiembre de 1610, Galileo se estableció en Florencia,
donde, salvo breves estancias en otras ciudades italianas, había de transcurrir
la última etapa de su vida. En 1611 un jesuita alemán, Christof Scheiner,
publicó bajo seudónimo un libro acerca de las manchas solares que había
descubierto en sus observaciones. Por las mismas fechas Galileo, que ya las
había observado con anterioridad, las hizo ver a diversos personajes durante su
estancia en Roma, con ocasión de un viaje que se calificó de triunfal y que
sirvió, entre otras cosas, para que Federico Cesi le hiciera miembro de la
Accademia dei Lincei, que el propio Cesi había fundado en 1603 y que fue la
primera sociedad científica de una importancia perdurable.
Galileo Galilei (retrato de Justus Sustermans, 1636)
Bajo sus auspicios se publicó en 1613 la Historia y
demostraciones sobre las manchas solares y sus accidentes, donde Galileo salía
al paso de la interpretación de Scheiner, quien pretendía que las manchas eran
un fenómeno extrasolar («estrellas» próximas al Sol que se interponían entre
éste y la Tierra). El texto desencadenó una polémica acerca de la prioridad en
el descubrimiento que se prolongó durante años e hizo del jesuita uno de los
más encarnizados enemigos de Galileo, lo cual no dejaría de tener consecuencias
en el proceso que había de seguirle la Inquisición. Por lo demás, fue allí
donde, por primera y única vez, Galileo dio a la imprenta una prueba inequívoca
de su adhesión a la astronomía copernicana, que ya había comunicado en una
carta a Kepler en 1597.
Ante los ataques de sus adversarios académicos y las
primeras muestras de que sus opiniones podían tener consecuencias conflictivas
con la autoridad eclesiástica, la postura adoptada por Galileo fue la de
defender (en diversos escritos entre los que destaca la Carta a la señora
Cristina de Lorena, gran duquesa de Toscana, 1615) que, aun admitiendo que no
podía existir ninguna contradicción entre las Sagradas Escrituras y la ciencia,
era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los
hechos científicos. Ahora bien, como hizo notar el cardenal Belarmino, no podía
decirse que se dispusiera de una prueba científica concluyente en favor del
movimiento de la Tierra, el cual, por otra parte, estaba en contradicción con
las enseñanzas bíblicas; en consecuencia, no cabía sino entender el sistema
copernicano como hipotético.
Galileo ante la Inquisición
En 1616 Galileo fue reclamado por primera vez en Roma para
responder a las acusaciones esgrimidas contra él, batalla a la que se aprestó
sin temor alguno, presumiendo una resolución favorable de la Iglesia. El
astrónomo fue en un primer momento recibido con grandes muestras de respeto en
la ciudad; pero, a medida que el debate se desarrollaba, fue quedando claro que
los inquisidores no darían su brazo a torcer ni seguirían de buen grado las
brillantes argumentaciones del pisano. Muy al contrario, este episodio pareció
convencerles definitivamente de la urgencia de incluir la obra de Copérnico en
el Índice de obras proscritas: el 23 de febrero de 1616 el Santo Oficio condenó
al sistema copernicano como «falso y opuesto a las Sagradas Escrituras», y
Galileo recibió la admonición de no enseñar públicamente las teorías de
Copérnico.
Consciente de que no poseía la prueba que Belarmino
reclamaba, por más que sus descubrimientos astronómicos no le dejaran lugar a
dudas sobre la verdad del copernicanismo, Galileo se refugió durante unos años
en Florencia en el cálculo de unas tablas de los movimientos de los satélites
de Júpiter, con el objeto de establecer un nuevo método para el cálculo de las
longitudes en alta mar, método que trató en vano de vender al gobierno español
y al holandés.
En 1618 se vio envuelto en una nueva polémica con otro
jesuita, Orazio Grassi, a propósito de la naturaleza de los cometas y la
inalterabilidad del cielo. Tal controversia dio como resultado un texto, El
ensayador (1623), rico en reflexiones acerca de la naturaleza de la ciencia y
el método científico, que contiene su famosa idea de que «el Libro de la
Naturaleza está escrito en lenguaje matemático». La obra, editada por la
Accademia dei Lincei, venía dedicada por ésta al nuevo papa Urbano VIII, es
decir, al cardenal Maffeo Barberini, cuya elección como pontífice llenó de
júbilo al mundo culto en general, y en particular a Galileo, a quien el
cardenal había ya mostrado su afecto.
Primera edición del Diálogo sobre los dos máximos sistemas
del mundo (1632)
La nueva situación animó a Galileo a redactar la gran obra
de exposición de la cosmología copernicana que había ya anunciado muchos años
antes: el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (1632); en ella, los
puntos de vista aristotélicos defendidos por Simplicio se confrontaban con los
de la nueva astronomía abogados por Salviati, en forma de diálogo moderado por
la bona mens de Sagredo, que deseaba formarse un juicio exacto de los términos
precisos en los que se desenvolvía la controversia.
La obra fracasó en su intento de estar a la altura de las
exigencias expresadas por Belarmino, ya que aportaba, como prueba del
movimiento de la Tierra, una explicación falsa de las mareas, y aunque fingía
mediante el recurso al diálogo adoptar un punto de vista aparentemente neutral,
la inferioridad de Simplicio ante Salviati (y por tanto del sistema tolemaico
frente al copernicano) era tan manifiesta que el Santo Oficio no dudó en
abrirle un proceso a Galileo, pese a que éste había conseguido un imprimatur para
publicar el libro en 1632.
La sentencia definitiva
Interpretando la publicación del Diálogo como un acto de
desacato a la prohibición de divulgar el copernicanismo, sus inveterados
enemigos lo reclamaron de nuevo en Roma, ahora en términos menos diplomáticos,
para que respondiera de sus ideas ante el Santo Oficio en un proceso que se
inició el 12 de abril de 1633. El anciano y sabio Galileo, a sus casi setenta
años de edad, se vio sometido a un humillante y fatigoso interrogatorio que
duró veinte días, enfrentado inútilmente a unos inquisidores que de manera
cerril, ensañada y sin posible apelación calificaban su libro de «execrable y
más pernicioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino».
Galileo ante el Santo Oficio (Óleo de Robert-Fleury)
Encontrado culpable pese a la renuncia de Galileo a
defenderse y a su retractación formal, fue obligado a pronunciar de rodillas la
abjuración de su doctrina y condenado a prisión perpetua. El Diálogo sobre los
dos máximos sistemas del mundo ingresó en el Índice de libros prohibidos y no
salió de él hasta 1728. Según una piadosa tradición, tan conocida como dudosa,
el orgullo y la terquedad del astrónomo lo llevaron, tras su vejatoria renuncia
a creer en lo que creía, a golpear enérgicamente con el pie en el suelo y a
proferir delante de sus perseguidores: «¡Y sin embargo se mueve!» (Eppur si
muove, refiriéndose a la Tierra). No obstante, muchos de sus correligionarios
no le perdonaron la cobardía de su abjuración, actitud que amargó los últimos
años de su vida, junto con el ostracismo al que se vio abocado de forma
injusta.
La pena fue suavizada al permitírsele que la cumpliera en su
quinta de Arcetri, cercana al convento donde en 1616 y con el nombre de sor
Maria Celeste había ingresado su hija más querida, Virginia, que falleció en
1634. En su retiro, donde a la aflicción moral se sumaron las del artritismo y
la ceguera, Galileo consiguió completar la última y más importante de sus
obras: Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias,
publicada en Leiden por Luis Elzevir en 1638.
En ella, partiendo de la discusión sobre la estructura y la
resistencia de los materiales, Galileo sentó las bases físicas y matemáticas
para un análisis del movimiento que le permitió demostrar las leyes de caída de
los graves en el vacío y elaborar una teoría completa del disparo de
proyectiles. La obra estaba destinada a convertirse en la piedra angular de la
ciencia de la mecánica construida por los científicos de la siguiente
generación, con Isaac Newton a la cabeza. En la madrugada del 8 al 9 de enero
de 1642, Galileo falleció en Arcetri confortado por dos de sus discípulos,
Vincenzo Viviani y Evangelista Torricelli, a los cuales se les había permitido
convivir con él los últimos años.
Casi trescientos años después, en 1939, el dramaturgo alemán
Bertold Brecht escribió una pieza teatral basada en la vida del astrónomo
pisano en la que se discurre sobre la interrelación de la ciencia, la política
y la revolución social. Aunque en ella Galileo termina diciendo «Yo traicioné
mi profesión», el célebre dramaturgo opina, cargado de melancólica razón, que
«desgraciada es la tierra que necesita héroes». En 1992, exactamente tres
siglos y medio después del fallecimiento de Galileo, la comisión papal a la que
Juan Pablo II había encargado la revisión del proceso inquisitorial reconoció
el error cometido por la Iglesia católica.
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