El calendario marcaba el 27 de
diciembre de 1870. La época era convulsa pues, tras una revuelta que había
terminado con la expulsión del trono de toda una reina (Isabel II), los
partidos que ostentaban el poder en España se habían decidido a traer hasta la
poltrona a un monarca extranjero, Amadeo de Saboya. Aquella jornada el
presidente del Gobierno, Juan Prim y Prats, salió del Congreso y, como en otras
tantas ocasiones, se subió a su berlina con el objetivo de llegar hasta el
Ministerio de la Guerra. Las manecillas del reloj acababan de pasar las siete y
media de la tarde cuando, mientras su vehículo recorría la calle del Turco (la
actual Marqués de Cubas), dos coches de caballos le cortaron el paso al líder
político del momento, a uno de los hombres más importantes del país por
entonces. Sin previo aviso, varios sujetos se acercaron hasta el carromato y,
tras abrir la puerta, dispararon contra ocupantes. «¡Bájese usted, mi general,
que nos hacen fuego!», esas fueron las palabras de uno de sus ayudantes. Pero
ya era tarde, aquel suceso había condenado a Prim.
Este fue el primer atentado a
gran escala contra un presidente del Gobierno español e inauguró, para
desgracia de otros tantos, una tendencia que se repitió en los años
posteriores: el asesinato y los ataques sistematizados contra líderes
políticos. Además, es un crímen que -en pleno 2015- sigue sin resolverse, pues
se desconoce no solo quiénes fueron sus manos ejecutoras, sino quien les ordenó
dirigir sus trabucos contra el presidente del Gobierno provisional instaurado
tras la revolución de la Gloriosa.
Una carrera meteórica
España vio nacer a Juan Prim y
Prats en diciembre de 1814. De madre ferretera y padre notario (quien también
había combatido en la Guerra de la Independencia), accedió de forma muy
temprana al ejército, donde combatió en las guerras carlistas en favor del
trono de Isabel II. En esta primera etapa como militar pronto se hizo un hueco
en la Historia. Así lo demuestra el que obtuviera en 1838 (con apenas 24 años)
la Gran Cruz Laureada de la Orden de San Fernando por conquistar San Miguel de
Serradell, donde se destacó por tomar por su propia mano la bandera del cuarto
batallón de los carlistas de Cataluña. Posteriormente, en 1841 se pasó a la
política y apoyó al partido progresista. Al final, se enfrentó directamente con
el General Espartero (idolatrado por el pueblo y nombrado regente del país tras
la marcha de María Cristina a Francia) y ayudó a derrocarlo. Esto le hizo
recibir varios réditos políticos, aunque posteriormente se exilió al
extranjero.
El general Prim
En 1854 volvió a cobrar
protagonismo con la llegada al poder de los progresistas. Durante los dos años
siguientes estuvo en el centro de la política al ser ascendido a teniente
general y ser nombrado senador. Entonces ya era un hecho que, para él, el mundo
castrense y el político estaban unidos. En los años siguientes fue enviado a la
guerra de Marruecos que España libró entre 1859 y 1860. El objetivo era evitar
que las tribus locales dejasen de atacar Ceuta y Melilla bajo el paraguas y el
beneplácito de los gobiernos africanos de la región. Prim fue uno de los
militares al mando de las operaciones en la zona. Allí consiguió un nombre
gracias a enfrentamientos como la batalla de Castillejos o Tetuán, donde
siempre se ubicaba en primera línea para motivar a sus soldados. En 1862, tras
haber pasado por México en una nueva campaña, regresó a nuestro país y entró en
la Unión Liberal. Sin embargo, en aquellos años las diferencias con los
partidarios de Isabel II, además de la misma reina -por la que había combatido
años antes- eran ya insalvables, por lo que se decidió a iniciar las
conspiraciones pertinentes para expulsarla del trono a base de mamporros.
Llega la Gloriosa
En los meses posteriores Prim se
hizo famoso por conspirar continuamente para acabar con Isabel II. Todos sus
intentos fueron fallidos. Al menos hasta la llegada de septiembre de 1868,
momento en que, con la ayuda de varios partidos políticos contrarios a la
monarca, se levantó en armas contra la monarca en Cádiz. «El general don Juan
Prim se presentó en la bahía de Cádiz el 17 de Septiembre de 1868, y de acuerdo
con el jefe de escuadra Sr, Topete, instaron al general gobernador de la plaza
su rendición, la que se verificó, pues la población entera con la guarnición se
pronunciaron en favor de la causa popular […] Dos días después [...] toda la
marina y cuerpos del ejército que guarnecían aquel distrito se unieron con
entusiasmo al glorioso alzamiento nacional. El infatigable general Prim se
dirigió á Ceuta, que se pronunció al momento de divisarle sobre la cubierta del
buque que le conducía; lo mismo hicieron Málaga, Cartagena, Alicante [...]
Barcelona, Lérida y Zaragoza,», explica el Despacho Sucesores de Hernando en su
obra «Biografía del general Prim» (editada en 1860).
Menos de un mes después, la
Gloriosa llegó a Madrid, el centro político. Así se plasmó su llegada ese mismo
año: «¡EI día 7 de Octubre llegó á Madrid el genera! Prim, á quien salieron á
recibir unas veinte mil almas [...]. Fué recibido con el entusiasmo mayor que
el que puede haber ocasionado: el mas glorioso conquistador ó el héroe de mas
fortuna». El día 30, a la reina no le quedó más remedio que huir de la región.
Acababa de ser expulsada del trono. Multitud de pequeñas gazetas empezaron a
cargar entonces nuevamente como su reinado. Algunas, como la que nos ocupa,
dijeron lo siguiente de ella: «El reinado de doña Isabel de Borbón con la
pandilla moderada, había sido una penosísima y no interrumpida serie de
desastres: sangre, inmoralidad, despilfarro y todo linaje de crímenes». Fuera
como fuese, Prim instauró entonces un gobierno provisional que, con el paso de
los meses, terminó con sus huesos en la poltrona como presidente del Gobierno y
con la regencia de Francisco Serrano en espera de la llegada de un nuevo rey.
Este no era otro que el italiano Amadeo de Saboya quien, por 191 votos a favor,
había sido seleccionado para sustituir a Isabel por las Cortes.
Un misterioso asesinato
El 27 de diciembre de 1870, pocas
jornadas antes de que Amadeo de Saboya llegase a España, comenzó de forma
bastante negativa para Prim. La elección de un monarca italiano había generado
todo tipo de tensiones entre algunos partidos políticos y varios altos cargos
cercanos al gobierno que veían su posición peligrar. El general se había
ganado, por tanto, el odio de todo tipo de enemigos. Así lo demuestra, por
ejemplo, el que el diario «El Combate» le hubiese dicho en sus páginas que le
mataría «en la calle como a un perro». Todas estas amenazas, sumadas a algunas
agresiones anteriores, hicieron que se doblase su escolta. Con todo, el
presidente nunca se llegó a tomar demasiado en serio aquellas advertencias y
acudió, como casi siempre, a las Cortes para tratar varios temas relacionados
con el nuevo rey. «La sesión se dedicó a la dotación del presupuesto destinado
al rey, que quedó fijado en seis millones de pesetas más medio millón para el
príncipe heredero y uno para la conservación de los edificios de la Corona»,
explica el historiador José Andrés Gallego en su obra «Historia general de
España y América».
A las seis y cuarto acabó la
sesión, lo que implicaba que Prim debía partir hacia el Palacio de Buenavista
-la sede del Ministerio de la Guerra, ubicado en la calle Alcalá-. Sin embargo,
estuvo unos minutos charlando y bromeando con algunos políticos como Sagasta.
Al final, a eso de las siete se subió a su berlina junto a sus ayudantes, Moya
y González Nandín. «El recorrido era breve: las calles de Floridablanca; del
Sordo -la actual Zorilla- y del Turco -la actual Marqués de Cubas- que
desemboca en Alcalá», añade el experto. Pasadas las siete y media, el carruaje
y sus ocupantes entraron en el último tramo: la calle del Turco. El frío se
palpaba en el ambiente y la nevada que había caído durante el día había dejado
la calle blanca, pero aquello no era más que un paseo habitual. Sin embargo, la
situación cambió radicalmente cuando el coche de caballos se topó con otras dos
berlinas que bloqueaban el camino. El cochero se vio obligado a detener el
vehículo. En ese momento comenzó la pesadilla. «En ese momento, varios hombres
embozados y con trabucos rodearon el coche del general, rompieron los cristales
de las ventanillas y comenzaron a disparar sobre Prim y sus ayudantes», añade
el experto.
La muerte de Prim
Lo último que alcanzó a decir uno
de los presentes a Prim antes de los disparos fue «¡Bájese usted, mi general,
que nos hacen fuego!». Pero ya era tarde. «Los asesinos dispararon ocho tiros
apuntando á quemaropa al general Prim. El general Prim fué herido de dos
balazos en el antebrazo izquierdo y en la mano derecha, dél a cual hubo
necesidad de amputarle un dedo», apunta la obra «Biografía del general Prim».
Hoy en día las heridas no serían mortales, pero -en la época- implicaban la
posibilidad de muerte por infección o porque el afectado se desangrase. Tras
los primeros disparos, y después de enfrentarse con su látigo a los captores,
el cochero azuzó a los jamelgos para salir al trote de allí. Al poco se hallaba
en su destino, que era también su residencia. Dice la leyenda que subió él
mismo, y por su propio pie, hasta los aposentos. De hecho, también se cuenta
que le dijo a su mujer que no le tocase, pues iba «ligeramente herido» y que en
ningún momento su cara reflejó ningún dolor.
Fue atendido a todo correr, pero
ya estaba sentenciado. «Inmediatamente un cirujano, muy cotizado en el Madrid
de entonces, don Melchor Toca, asistía al herido, y junto con otros afamados
médicos comenzó el intento de salvar la vida del general, que, pese a los
esfuerzos, se iba a extinguir el día 30, a las ocho y cuarto de la tarde»,
explica el historiador. Así fue como murió Juan Prim. Hoy en día, sin embargo,
se sigue desconociendo quiénes fueron sus asesinos. Tan solo se sabe que a lo
largo de Madrid había varios grupos de sicarios dispuestos a acabar con él esa
noche. Uno de ellos se hallaba, según cuenta la leyenda, frente a la supuesta
residencia de un grupo de la Masonería que iba a visitar. Pero poco más se
conoce de quién organizó aquel atentado. Con todo, hace poco unos
investigadores españoles hicieron una autopsia a su momia y determinaron que no
había dejado este mundo por sus heridas, sino por un estrangulamiento «a lazo»
realizado por los que él creía sus amigos, pero que en realidad solo buscaban
arrebatarle el poder. Este estudio, a su vez, ha sido desdicho por otro de la
Universidad Complutense, aunque sus autores siguen defendiéndolo. El enigma
sigue.
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